Florencia es un sitio al que hay que ir. Y hay que ir cuanto antes, nada de dejarlo para más adelante porque (total) está aquí al lado. Hay que ir y hay que volver. Y empaparse. Y pasear por los mismos sitios una y otra vez, en distintos momentos del día, en distintas estaciones. Y hay que pararse a ver -no a mirar- para entender, para admirar… para disfrutar. Hay que pasear por la plaza del Duomo (Catedral de Santa Maria del Fiore) pero también ver su silueta desde lo alto de la Piazza Michelangelo. Y asomarse ya desde allí a San Miniato al Monte para volver a bajar y cruzar una y otra vez el famoso Ponte Vecchio y el Ponte Santa Trinita. Volver a la Galleria degli Uffizi y llegar a la Piazza della Signoria. Pasear por sus calles, descubrir sus rincones, sus iglesias… En temporada alta o baja, haciendo colas o simplemente recorriendo la ciudad. Porque todos sabemos que es un lugar maravilloso… pero hasta que no visitas Florencia no lo entiendes. Y no es raro lo de Stendhal porque lo que pasó por allí en la primera mitad del siglo XV fue algo único en el mundo, una conjura por y para la belleza. Imagino (mentira, no puedo ni imaginarlo) lo que sería para los habitantes de esa ciudad ver la transformación que sufrió en 15 o 20 años. A ver, que hasta un no arquitecto se ofreció para cerrar una Catedral que se les había ido de las manos (más es más) y nos regaló una de las cúpulas más espectaculares que existen… Pero no es sólo Brunelleschi, fueron muchos los que dieron lo mejor de sí mismos, los que inventaron lo que no sabían y los que pusieron los cimientos de un Renacimiento al que más tarde dieron gloria Miguel Ángel o Da Vinci para dar lugar a una ciudad que ni los mismos nazis (desobeciendo órdenes de sus superiores) se atrevieron a destruir. Un lugar para ver y sentir desde el más profundo deseo de belleza que cada uno tenemos. Así que id, volved. Y contadlo.